Había un caballo mágico que me llevaba en su lomo a todos lados, era mi fiel compañero, mi entrañable amigo. Íbamos a lugares donde nadie podría descubrirnos, cuando se cansaba buscaba agua para él, cuando tenía hambre luchaba por comida y se la llevaba. Al anochecer dejaba que descansara para que al día siguiente emprendamos más aventuras. Fue un día en el cual tuve que retirarme a otro lugar sin él para aprender a sumar y restar. Prometí que volvería, que al regresar iríamos al otro lado de la ciudad para comprar nuestro postre favorito.
Al regresar a mi hogar pude ver como estaba mi amigo tirado en un costal sin vida, sin alma, sin mí. Estaba rodeado de personas que no comprendían nuestro afecto y nuestra conexión. Sentí el apoyo de mi madre, escuché que me dijo estará bien, fue al cielo. Solo me retiré y fui a mi habitación, sin emociones, sin lágrimas, sin él.
Y esa fue la primera vez que entendí que significaba la amistad fiel y el fin de la vida. Entendí por primera vez el dolor del pecho y la resignación de no volver a sentir ese cariño, ese amor, esa amistad. Por primera vez entendí que perder a alguien significa guardarlo en el corazón y recordarlo con anhelo, con esperanza.
Al crecer escuché la primera vez siempre duele y reí. En mi mente pasaron las imágenes de las aventuras que tuve con Coco, ese perro fiel, ese amigo que supo guardar mis secretos, ese perro que se convirtió en mi compañero de aventuras. Ese perro. Y tenían razón porque la primera vez siempre duele, siempre te deja marcas, siempre está allí.
Y ahora, cuando he vivido ciertas cosas, no todo porque sería mentiroso si digo lo he vivido todo, me doy cuenta que las primeras veces tienen que ser de aprendizaje. Recuerdo cuando me daba miedo experimentar cosas porque no las conocía. Absurdo. Recuerdo cuando con un pequeño hilo amarré mi primer diente de leche y del otro extremo lo puse en la cerradura de una puerta. ¿Dolerá? ¿Lloraré? ¿Gritaré? Me preguntaba con miedo mientras esperaba el momento de cerrarla con fuerza y saliera de una vez por todas, mi diente, ese pequeño diente.
Mi primera vez que subí a ese columpio y sin ayuda me impulsaba, soñaba, añoraba. Sentía el viento en mi cara, mariposas en mi panza, sonrisas que no acababan. Quería ir más lejos, quería gritar, no de dolor sino de alegría. Quería llegar hasta arriba y volar, podía hacerlo, lo iba hacer, era mi primera vez.