Mi voz se quebrantó, mi corazón se detuvo ante la impresión de ver a la mujer que me trajo a la vida. Sonreí un momento y después corrí hacia el espejo cuya inscripción decía ‘Consolación’. Mamá, dije mientras mi voz se apagaba de momentos.
Mi amor, dijo mi madre. Mi amor, ¿cómo es posible que dejarás que un andariego te marchitara? En mi matriz te enseñé el amor verdadero, con mis ojos te eduqué para que nada te de miedo. Ahora te siento débil, sin amor, sin valor, sin tu ser. ¿Qué ha pasado mi vida?
Mamá, dije mientras el corazón se detenía en mi pecho. Falleciste, vi como te alejabas, te me fuiste. Te necesito, sal, sal. ¡Orquídea! ¡Santa Orquídea! Saca a mi mamá, sácala un momento. Quiero abrazarla, quiero que me abrace. ¡Madre de la lujuria! ¡Sácala!
Ella no puede hacerlo, me fui, pero a la vez me quedé. Toda madre cultiva las flores que pare con dolor, toda madre sabe alimentar aquellas flores que nacen de su matriz. Cuando la flor ya está lista, la madre la deja crecer. A veces las madres nos vamos, a veces nos quedamos. Algunas dejan a sus flores libres, otras se mantienen cerca y nunca se van. Las madres somos raras, porque vemos a nuestras flores como capullos. Pero toda madre deja algo a sus flores, les dejan coloridas, les dejan fuertes, les dejan valientes; para que crezcan sin importar la tierra donde quieran pertenecer. Mi pequeño escribano, eres mi primera flor, te vi nacer, te vi crecer y sonreír; pero un andariego te arrebató y no hiciste nada. Desde lejos te vi marchitar, desde lejos te vi podrirte. Pensando, ¿qué hice mal?
Vi a mi madre detrás del cristal llorar desconsoladamente, sus palabras llegaron a como flechas. Una tras otra hería mi alma. Nada, no hiciste nada, respondí a la última pregunta de mi madre. Una flor necesita una madre que le enseñé como volver a crecer pese a que la tormenta invada todo a su alrededor. Me he marchitado, me he podrido, me han echado a la basura, me hicieron pensar que ni para el abono sirvo. Y no te encontré, porque te fuiste, no te encontraba mamá. Me regaste con amor, me cultivaste con esperanza, me alumbrabas con paz. Y me arrancaron, tomaron todos mis pétalos, jugaron con mis hojas y cuando no quedaba nada más de mí, me tiraron.
Dije todo mientras caía arrodillado frente al espejo de mi madre. Te necesito, ¡Orquídea! ¡Orquídea, sácala! ¡Saca a mi madre, maldita sea sácala! ¡Mamá!
Mi amor, mi vida. Qué no daría por salir de aquí y abrazarte fuerte. Abrazarte y no dejarte. Que sientas mi calor como cuando eras un niño que llegaba por las noches asustado por demonios que están en tus sueños. Te encontraste con un monstruo que te destruyó, que destruyó todo lo que amo. Mi amor, mi vida; cuánto has sufrido en esta vida. Te encontraste con aquel que te quitó todo, te quitó esa sonrisita que tanto amé.
Mi madre lloraba también al otro lado del espejo. Yo estaba arrodillado frente a ella. Comencé a decir una oración.
Mientras tus ojos me vigilaban, mi mirada era dirigida hacía aquel andariego que lastimaba a escondidas. Preferí un calor que me llenaba minutos, a tus manos cálidas que me cuidaron desde que era una semilla. Bendita eres entre todas las mujeres, bendita eres mamá.
Ella respondió.
Amor, mi chiquito. Una madre se va físicamente, a veces no queremos, queremos ser eternas para verlos crecer. Para ayudarles cuando se pierdan en este camino. Yo ya me fui, mi cuerpo que te calentaba ya no está; pero cuando cierres tus ojos y llames a la puerta de mi recuerdo, abriré esa puerta y te abrazaré desde mis valores, desde mis amores, desde mis deseos y bendiciones que te mandé antes de morir. Soy tu consuelo, soy, de ahora en adelante, tu consolación.
No te vayas, dije mientras alcé mi vista para ver los ojos de aquella mujer que dio todo por mí.
No me iré, me quedaré. Para siempre estaré contigo, de una forma en la cual nadie, más que una madre podrá entender. Mi amor, te amo, yo sí te amo. Te amo que daría todo para que no hayas pasado todo lo que pasaste. Yo sí te amo y me quedaré contigo siempre, mi chiquito. Pero ahora es momento que la siguiente flor te llevé, ya estás cerca, lo presiento. Presiento que ya mismo encontrarás a la Mesías de la que tanto hablan las flores.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén, dije susurrando.
El espejo no se rompió, solo se fue la imagen de mi madre. La luz que salía del cristal seguía encendida. Me levanté, sonreí a mí reflejo y de pronto, de la nada, apareció la flor de la lujuria.
Te pareces tanto a tu madre, escribano. Ella fue una flor valiente y fuerte, recuerdo que todas mis hermanas hablan de ella como si fuera inmortal. Tienes todo de ella. Dijo la flor.
Gracias, pero ¿a dónde fue? ¿Por qué este espejo no se rompe? Pregunté desconcertado.
Ella está viviendo en tu corazón, suena romántico, todo lo contrario a mí. Pero, ella es tu consolador, ese ser que habitará toda la vida en ti. Cómo lo dijo, ella nunca se irá porque el amor que te tiene es más fuerte que la misma muerte. Te envidio escribano.
Con este regalo me despido. Es momento de irme, la próxima flor es mi hermana mayor. Con ella empieza el camino que tanto esperamos que encuentres, el camino hacía la Aceptación. Mi hermana es una de las tres serafines, parte de la corte real de este jardín.
Creo en que hallarás paz, escribano. Adiós.
Vi a la Orquídea alejarse, caminaba tranquila. Los espejos volvieron a enterrarse, como nacieron del suelo; el mismo suelo los llevó. Miré al cielo y solo susurré, mamá.
¿Así que pasaste la prueba de la Orquídea? Dijo una voz gentil que estaba a mis espaldas.
Cuando regresé a ver al ser que preguntó eso me encontré con una especie de criatura que me llenó de temor.